El cielo estalló en un mar de gritos y colores cuando Maxi Meza se sacó la presión de encima y desató su arte en la bombonera del Monumental. Apenas se acomodó la pelota en sus pies, el estadio entero contuvo la respiración, como si el tiempo se hubiera detenido. ¡Era el preámbulo de un gol que quedará grabado en la memoria de los hinchas!
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El momento de la magia
En un primer tiempo electrizante, donde la tensión se palpaba en el aire, Meza tomó el balón, hizo un quiebre con la elegancia de un bailarín y, sin dudarlo, se mandó hacia la defensa de San Lorenzo. Era como si se hubiera transformado en un torrente, imparable y decididamente audaz. En una jugada cuya precisión sólo aquellos dioses del fútbol suelen alcanzar, dejó atrás a sus marcadores como si fueran un par de conos. ¡Qué manera de jugar! ¡Qué manera de dejar a la gente atónita!
El grito sagrado
Y entonces, en el instante cúlmine, se alzó como una flecha. Con un zapato que parecía estar imantado hacia el arco, conectó ese balón con una furia y precisión que enviaría escalofríos por la espalda de cualquier hincha del Más Grande. ¡Pum! La red se inflamó y el Monumental se vino abajo. Los latidos de los corazones se transformaron en música de aliento, un rugido ensordecedor que resonó hasta en los peores rincones del rival. ¡Qué golazo!
No solo fue un tanto que abrió el marcador, fue un grito de guerra, el primer paso de un camino que River estaba dispuesto a recorrer con garra y fervor. Meza, con esa chispa en los ojos, se convirtió en el héroe del pueblo riverplatense, un guerrero que había sembrado la fe en sus compañeros y en la hinchada.
El impacto de ese gol no solo se midió en el tablero; resonó en las tribunas, en los corazones y en las almas de los millones de hinchas que, una vez más, se sintieron parte de una historia que sigue escribiéndose en la gloria del fútbol argentino. ¡Vamos, River! ¡Esto recién empieza!