El universo de los vestuarios en el fútbol, esa caja de pandora repleta de secretos y emociones, siempre me ha intrigado profundamente. La escena de un entrenador que, cual gladiador en la arena, lanza palabras, gritos y objetos al aire buscando encender la chispa en sus jugadores, es digna de una película dirigida por Oliver Stone. Ese empuje emocional, representado por frases como «¡Así no le ganamos a nadie, pero, ay, si seguimos creyendo!» transforma a los futbolistas en auténticos titanes dispuestos a tomar el campo por asalto y darle la vuelta al partido.
El Lado Oculto de la Gloria
Sin embargo, surge la inevitable pregunta de qué ocurre cuando el esfuerzo no se traduce en éxito. Mientras observaba el segundo episodio del cautivador documental de Movistar Plus sobre Luis Enrique, me asaltó esta reflexión. En una escena, Luis Enrique, no dudó en lanzar al suelo todas las bebidas isotónicas en un dramático intento por motivar a su equipo. A pesar del ímpetu, el PSG, con dos goles en la segunda mitad, arrolla a la Real Sociedad. Luis Enrique insta a sus jugadores a que crean en sí mismos, afirmando que no son inferiores al Barça, lo que convierte un 0-1 en 2-1, aunque finalmente se pierda 2-3, con un Barcelona que juega con garra, digna del Eibar.
La Frontera de las Palabras Memorable
Retomando la saga de discursos inspiradores, me vienen a la mente figuras como Benito Floro, quien no fue despedido por su célebre comentario sobre «el pito y Lleida», sino porque tras su discurso, su equipo cayó en la segunda parte. Imaginemos que Luis Enrique hubiera anotado dos goles ese día, Floro habría sido enaltecido como un sabio, un orador que conoce las palabras mágicas. Pero la verdad es que hay miles de charlas motivacionales que no logran cambiar el rumbo de un encuentro, mientras que conversaciones sencillas logran hazañas impensadas. Una metáfora común en la vida y el fútbol: uno gana, otro pierde y ello es lo que confiere sentido al juego.
La Mentalidad del Autobús Victorious
Similar es el relato que surge cuando un equipo se corona campeón. Se construye la epopeya del autobús de la victoria: «¡La música sonaba! ¡Los gritos! ¡La euforia de los aficionados!— algo en ese instante hacía presentir el triunfo inminente. Mientras tanto, el autobús rival parece un desfile de caras largas, resignadas ante la derrota. En el fútbol, una actitud positiva, como quien sigue la «ley de la atracción», sin duda puede acercar al éxito, pero idealizarla puede llevar a equívocos.
La Fusión de Entusiasmo y Realidad
Un ejemplo ecuménico lo encontramos en la reciente final de la Copa del Rey entre el Mallorca y el Athletic de Bilbao. Antes de la tanda de penaltis, el Mallorca irradiaba camaradería y confianza. Sin embargo, fallaron dos de sus tres primeros tiros, mientras que el Athletic, guiado por el comedido Valverde, anotó sus cuatro sin titubeos. El delirio no fue suficiente, y el resultado nos recuerda que a veces, simplemente, «uno gana y otro pierde». La narrativa suele acreditarle el triunfo a la motivación de los técnicos, dejando en segundo plano la habilidad.
El documental sobre Luis Enrique parece en ocasiones un ejercicio de ajuste de cuentas, con el asturiano proclamando «ya están las alimañas listas», antes de cada victoria que reafirma a su PSG. Me intriga el desenlace cuando la victoria no sonríe, y cuando las proezas tácticas no se traducen en goles. Como expresó Luis Enrique en una rueda de prensa, «si no llegamos a la final, no pasa nada, la vida sigue». Aún así, si la victoria demanda tanto, ¿cómo podemos reducir la derrota a un simple traspié? En el apasionante mundo del fútbol, esta paradoja es la esencia que mantiene viva nuestra ferviente pasión.
